domingo, 17 de mayo de 2015

“Oh, capitán, mucho problema ...”

11 de febrero. Año 1994. Ciudad de Quelimane, al norte de Mozambique.

La luz. Una tenue luz en el techo. Era lo único que alumbraba el camino hacia una muerte segura. La mía. Pero no podía dejar de mirarla. Sentía que dormir no era sino arrojarme en sus brazos. Sin luchar, sin oponer resistencia. Resignarme. Entregarme. No vivir … Morir.

De vez en cuando, intuía las miradas de lástima asomando tímidamente por el marco de la puerta. Paradójicamente, sentían lástima de mi, a pesar de que yo estaba siendo tratado en las mejores condiciones posibles. Inalcanzables para ellos. Nunca. Jamás recibirían un trato medianamente parecido. Para ellos, entrar allí suponía una muerte segura. Pero, a pesar de todo, sentían lástima de mi…

La luz. Sólo mis lágrimas me impedían visualizarla con nitidez. Esa pequeña lámpara en el techo. Inmóvil. En silencio. Observando unos últimos instantes. Los míos. A sumar a tantos otros, seguro. Sólo la infinita impotencia que recorría mi cuerpo me impedía salir de allí corriendo, huir hacia la vida, hacia esa vida que, tan solo unas horas antes, llenaba mi imaginario de planes de futuro, de sonrisas, de caricias y besos esperados, anhelados, de abrazos rebosantes de cariño. Hacia esa vida que pasaba por mi cabeza lentamente, como queriendo quedarse, hacia esa vida que, irremisiblemente, se me escapaba de las manos.

6 de noviembre. Año 1993. Cuatro meses antes. Maputo, Mozambique.

A las 7 de la tarde de un día de noviembre, el avión en el que volaba desde  España aterrizó en Maputo, capital de Mozambique. Pretendía ganarme la vida unos meses como Técnico de Pesca en un barco de bandera española. “Dehesas”. Ese era su nombre. El desplazamiento por vía aérea era lo normal cuando el barco ya se encontraba amarrado en el puerto de destino.

Los protocolos establecidos por el Instituto Social de Marina con respecto al mosquito del paludismo, enfermedad estrella del momento en aquel país, eran estrictos. No en vano era -y aún lo es- la enfermedad parasitaria más importante del mundo por su morbi-mortalidad.

A pesar de las altas temperaturas, me cubrí con un chandal de manga larga y calcetines y me unté ungüento antimosquitos sobre aquellas zonas del cuerpo que quedaban al descubierto. Veinticuatro horas más tarde, partimos para la pesca.

Aquella campaña duró unos cuatro meses, resultando muy dura por dos motivos fundamentales. De una parte, los ciclones que se originan en el Índico. De otra, porque a los dos meses del comienzo de la misma tuvimos que transbordar por enfermedad a mi ayudante en el puente, de modo que pudieran trasladarlo a tierra. Desde ese momento, mi jornada de trabajo pasó de 16 a 24 horas diarias. El único descanso lo encontraba un par de horas al día cuando, estando todo tranquilo, dejaba al contramaestre de guardia. De no ser por esto, habría resultado  imposible continuar con el trabajo, ya que el arrastre en el Índico era continuo.

A los cuatro meses del inicio de la campaña, la empresa armadora me notificó que teníamos que ir a reparar a un puerto al norte de Mozambique llamado Quelimane. Yo aún no lo sabía, pero probablemente aquel episodio salvó mi vida.

Llegué a puerto por la tarde…

… Subió a bordo el inspector de la empresa armadora para darme detalle de la reparación y recuerdo que lo primero que este hombre vio en mi fue la extrema delgadez que presentaba. Le dije que todo se debía a la ingente cantidad de trabajo, potenciada por el hecho de haber estado solo al mando del buque. Ya de noche, cenando con él en el comedor de oficiales, ocurrió algo que me mantuvo en vela hasta el amanecer. Mi visión se tornó borrosa y doble. Al percatarse y explicarle qué me pasaba, me indicó, con gesto preocupado, que podía tener paludismo. ¡Pero no podía ser!¡Era imposible!¡Había estado tres meses y medio sin tocar tierra!¡Debería estar muerto por no haberme tratado!

Me pidió que mantuviese la calma. Y me dijo que alguien de la casa consignataria vendría a recogerme por la mañana para ir a realizarme unas pruebas. No recuerdo muchas noches más largas y angustiosas que aquella…

A las ocho de la mañana del día 11 de febrero, llegó a bordo un nativo para llevarme en coche al hospital.

Era un hospital portátil de hierro que los rusos habían construido allí. Verlo por fuera provocaba escalofríos, pero verlo por dentro te trasladaba a un escenario de horror, difícilmente imaginable. En una habitación de dos por dos metros, en una de las paredes, había tres camas -ensambladas como literas- y otras tres en la otra pared. Los enfermos estaban hacinados. No veía la hora de salir de allí. Me tomaron las muestras de sangre y el mismo nativo me llevó de nuevo al barco, cosa que agradecí. Aquel hospital olía a muerte, una muerte asegurada por la acuciante necesidad de medicamentos que jamás llegarían. Rezaba por no tener que ingresar allí.

A las 14 horas, estando en el comedor de oficiales, llegó el nativo para traerme la noticia. Su cara de profunda tristeza, anticipaba el peor de los escenarios posibles. Y así me lo vinieron a confirmar sus palabras:

“Oh, Capitán, mucho problema. El doctor quiere verlo.”.

“Si subes así a un avión, la presión atmosférica te matará.”.

Me dijo. No había salida. Volar era un suicidio. Quedarme, despedirme, quizás para siempre, de mis seres queridos, de sus abrazos, su cariño, sus risas … su amor.

Sólo una cosa podía salvar mi vida: la misma que me la podía quitar. Quinina.

La llamada a mi familia fue muy difícil, muy dura. Les comenté que, por sanidad, se iba a fumigar el buque y tendríamos que estar fuera, en el hotel, de tres a cuatro días. Durante ese tiempo, no recibirían noticias mías …

Al hospital portátil me acompañó toda mi tripulación -la única ‘familia’ que tenía entonces-. Recorrimos aquel laberinto para acabar en una habitación de idénticas medidas a la que vi tan solo unas horas antes. Una única cama en el centro, un colchón sin funda ni sabanas y un ambiente impregnado de la memoria de decenas de personas que firmaron allí sus últimas horas. Las paredes de hierro gris contenían una suciedad inhumana. Sólo ver aquello te daba ganas de vomitar. En ese momento, pensé que había mataderos en mejores condiciones sanitarias que aquello. Cómo agradecí el gesto de todos mis compañeros al desplazarse al buque para traerme un colchón con fundas,  sábanas y almohadas.

El médico estuvo conmigo hasta el mismo momento en el que me pusieron el suero, que debía mantener su función durante cuarenta y ocho horas. Se despidió de mi sin mirarme a la cara, seguramente para evitar transmitirme la seguridad que albergaba de que el fatal desenlace era inminente: “Pepe, mañana vengo a verte.”. Colgaron el suero en un perchero. Y se marchó.

El miedo a morir me impedía dormir. No podía creer en un final así. Ya era de noche. Estaba -y me sentía- solo. Tres horas más tarde, la mano en la que tenía el suero parecía querer estallar y los picores me hicieron comprobar que la aguja la habían alojado fuera de vena. Fue un motivo más para que, una vez la enfermera me cambió el suero de mano, el sueño no me venciera.

Mi mirada quedó atrapada por aquella lámpara colgante, para buscar de cuando en cuando la mano por la que la quinina se instalaba en mi interior. Fueron 48 horas seguidas sin dormir. Estaba convencido de que, hacerlo, supondría irremisiblemente no volver a despertar.

Y amaneció. Y volvieron mis compañeros para certificar el cansancio de mis ojos. Y llegó el médico, aquel que dijo vendría a verme el día anterior:

“¿Cómo te encuentras, Pepe?”
“Creías que me iba a morir, ¿Verdad?  Contesté.
“Sí.” Respondió. “Pero has aguantado toda la quinina que te pusimos, así que el peligro ha pasado.”.

Al-Andalus.

Así se llamaba el hotel en el que me hospedaron al día siguiente en Maputo, la capital de Mozambique. Cinco estrellas. Una enorme foto del Rey Juan Carlos presidía la entrada. Alguien me dijo que el hotel fue inaugurado por él. El contraste entre ese momento y mi situación tan solo unas horas antes resultaba insultante. Afortunadamente, hoy puedo contarlo.

El medico de enfermedades tropicales en Huelva me aconsejó, por seguridad, no visitar zonas palúdicas. Desde entonces, cambié África por Sudamérica.


D. José Franco Pérez, Técnico Superior en Transporte Marítimo y Pesca de Altura.
Capitán de Pesca durante la travesía relatada en este escrito.
“La enfermedad del Ébola ha llegado a nuestro país de la mano de la incompetencia política.
Y me ha hecho recordar la triste experiencia vivida por mí hace tantos años y que, gracias a Dios, logré superar.
Muchos compañeros míos, no pudieron hacerlo.”.

“El paludismo, o malaria, es una enfermedad potencialmente mortal causada por parásitos que se transmiten al ser humano por la picadura de mosquitos infectados. En 2013, el paludismo causó cerca de 584 000 muertes (con un margen de incertidumbre que oscila entre 367 000 y 755 000), sobre todo en niños africanos. El paludismo es prevenible y curable. Gracias al aumento de las medidas de prevención y control la carga de la enfermedad se está reduciendo notablemente en muchos lugares. Los viajeros no inmunes procedentes de zonas sin paludismo que contraen la infección son muy vulnerables a la enfermedad. En muchos países en desarrollo, especialmente en África, el coste material y de vidas humanas es enorme aunque se trata de una enfermedad curable si se puede realizar un diagnóstico precoz y un tratamiento adecuado.”. Fuente, OMS. Nota descriptiva Nº 94. Abril de 2015.

FIN.
Historia: José Franco Pérez.
Adaptación: Mario Muñoz Sánchez.

Suscita mi curiosidad, cómo los distintos acontecimientos por los que pasan las vidas de dos personas, casi se rozan en un instante de tiempo, sin que seamos conscientes de ello, para reencontrarse, transformados y con sentimientos bien distintos, muchos años después.

En este caso, la coincidencia es de estados de ánimo de dos almas que no se conocen de nada, separados por la distancia que marcan diez días. El 1 y el 11 de febrero del año 1994. Dos mundos que se derrumban.

Uno, el del día 1, de alguien que seguirá viviendo, pero que tendrá que afrontar una vida que ya nunca será como la de antes. Otro, el del 11, con su protagonista postrado en una cama a cientos de kilómetros de su hogar para, seguramente, entregarse a la muerte.

Veinte años más tarde, estas dos personas coinciden. Se encuentran. Siguen disfrutando de su vida. Sus objetivos vitales han cambiado. Como todo aquello a lo que dedican el tiempo. Se conocen y entablan una gran amistad.

La historia de aquel primero de febrero la relaté aquí:


… Y la viví yo en primera persona.

La del día once, es la que acabáis de conocer.

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